
<<Roma sobrevive por sus antiguas costumbres y su virilidad>>
Al igual que su auge y esplendor, la decadencia y caída de Roma es una cuestión que ha fascinado a los estudiosos durante mil quinientos años. Las causas que produjeron el colapso del mayor imperio de la historia son complejas y numerosas. De no haberse combinado como lo hicieron, el destino de Europa y del mundo entero hubiera sido muy distinto.
Por un lado, alrededor del año 500 a.C. se produjo un notable empeoramiento de las condiciones climáticas en Escandinavia y en torno al Báltico. Esto, unido a la práctica tradicional del ver sacrum por parte de sus habitantes, consistente en la obligación de los jóvenes de buscar fortuna en tierras extranjeras mediante las armas, provocó una paulatina expansión de las tribus germánicas hacia el sur. De todos modos, los pueblos herederos de «La Tène», de cultura céltica, que habían triunfado por todo el interior de Europa, desde Grecia, hasta Britania, en buena parte de Hispania conviviendo y mezclándose con los pueblos íberos, y sobre todo los de la Galia, contuvieron su avance más allá del Rin.
Durante los años previos a las conquistas de Julio César, estos pueblos de cultura druídica constituyeron la amenaza exterior más seria, cartagineses aparte. En la mente de la todavía joven nación romana aún debía recordarse la humillación del caudillo galo, Breno, que derrotó a las primitivas legiones en la batalla de Alia (afluente del Tíber) y entró en Roma entregando a sus hombres al saqueo en el 390 a.C. Esta afrenta no quedó vengada hasta que la Galia entera fue sometida bajo el poder de las águilas.
En este período, ya empezaron a confluir las primeras incursiones germánicas: los bastarnos migraban, los cimbrios llevaban a cabo una odisea triunfal, hasta que fueron arrasados por Cayo Mario, vengando así a los romanos aniquilados tras la derrota de Orange. Por detrás, a no mucha distancia, y también en dirección sudeste iba avanzando el pueblo más poderoso de todos: los godos; y detrás de ellos, siguiendo el mismo camino, los sanguinarios vándalos, y los burgundios. A pesar de estas presiones, la salud del ejército era magnífica y virtudes romanas como el espíritu de sacrificio y el honor, unidos a la carencia de piedad en la victoria, sostuvieron a Roma y sus fronteras, manteniendo en ocasiones hasta tres frentes abiertos en guerras de expansión y/o defensa simultáneamente.
Puesto que contra Roma se estrellaban una y otra vez, los bárbaros saciaron su ver sacrum con el resto de pueblos celtas continentales, que estaban en decadencia. En tiempos de Augusto, los de la mítica pax romana, la frontera entre la luz de la civilización y la oscuridad de la barbarie se situó en el Danubio, a lo largo de su curso hasta la cuenca panónica.
En el siguiente período, que concluiría con Marco Aurelio a mediados del s. II d.C., la característica principal fue la estabilidad, pero aunque a los bárbaros se les seguía manteniendo a raya, por detrás del limes se iban acumulando pueblos más numerosos y la necesidad de nuevas tierras para sus gentes comenzaba a ser preocupante. De todos modos, en este tiempo se fue penetrando en el mundo germánico a nivel cultural y comercial, romanizando levemente a sus habitantes, haciéndoles ver los beneficios de la civilización mediterránea.
Esta relativa calma se rompió en el año 166, cuando una doble brecha sobre el limes desembocó con los cuados y marcomanos hasta el Véneto (Italia), y con los costobocos y bastarnos hasta Acaya (Grecia) y Asia. Para curar esta herida hizo falta una terrible guerra, en que no sólo bastaba con expulsar o derrotar a los invasores, hacía falta un escarmiento que alejara en otras tribus la idea de probar fortuna. Esto se consiguió durante un siglo, la gloria de Roma se hizo indiscutible, y pronunciar su nombre aún producía respeto y temor.
Pasaron los años, y las recias costumbres de los inicios se fueron desvaneciendo a medida que en la población se extendía el materialismo y las influencias orientales (como el culto a Mitra, del que el emperador Heliogábalo llegó a ser sacerdote supremo). La relajación llegó hasta las legiones, que sin dejar de ser el mejor ejército del mundo, pasaron a parapetarse detrás de la frontera, en lugar de practicar acciones ofensivas que era para lo que mejor servían y en donde se basaba la fuerte expansión de la nación. Por otra parte se iba consolidando una nueva religión: el cristianismo, cuya Iglesia acabaría siendo un contrapoder para la institución imperial, pudiendo excomulgar e influenciar a plebeyos y patricios, lo cual no hacía aconsejable una divergencia de intereses porque debilitaba al estado.
Junto a todo lo anterior, y de forma ajena al conocimiento de romanos y germanos, acontecimientos que inclinarían la balanza definitivamente dos siglos más tarde, sucedían a lo largo de la frontera china: tribus mongolas y turcas se convulsionaban por el lejano Oriente, en las estepas, precediendo al que acabaría siendo el Flagellum Dei, el azote de Dios, Atila al frente de los bárbaros más terribles: los hunos, gentes ávidas de sangre y de botín, que avanzarían miles de kilómetros hasta los confines de Occidente con cientos de miles de soldados, sembrando la devastación y la muerte a su paso. Tanto fue así que hasta hoy ha llegado esta leyenda: donde pisaba el caballo de Atila ya no volvía a crecer la hierba.
Pero no adelantemos acontecimientos, ahora estamos todavía vislumbrando el inicio de la decadencia.
La parte germana del limes cae en el año 254 y en el 259 se produce un impresionante avance bárbaro en tierras de la actual Bélgica. Más tarde (268-278) la Galia es devastada por completo, muchas ciudades caen, se abandonan, centenares de villas arden, y los pocos núcleos que quedan más o menos intactos se empiezan a rodear de murallas, elevándose los castella (se inicia una costumbre que se irá generalizando hasta finales de la Edad Media). Los alamanes caen sobre Italia en el 260 y el 270, y los godos arrasan por tierra y mar la Tracia, Grecia y Asia Menor entre el 258-269. Roma puede caer, parece incapaz de atender todos los frentes a la vez. Roma sola contra el mundo.
El emperador Aureliano aparece para salvar la situación: reunifica el Imperio que estaba fraccionado en tres partes (entre tanto caos, se habían conformado los Imperios de la Galia y de Palmira independizándose de Roma con gobernantes propios), restituye el primitivo trazado del limes a base de un tremendo esfuerzo y tenacidad. El pueblo se moviliza para recuperar su territorio, los jóvenes se alistan en las nuevas legiones hambrientos de venganza. Tras años de continuas campañas, se consigue la paz a costa de ceder una provincia a los godos, la Dacia (actual Rumanía) y se reconquista definitivamente la Galia bajo el gobierno de Probo. Dentro de este período, en tiempos de Maximiano se produjo otra brutal incursión en la Galia, y la política firme e impetuosa de Diocleciano blindó de nuevo todas las entradas hacia el imperio.
Mientras se triunfa en las fronteras, más allá del Rin y del Danubio se va produciendo una refundación del mundo bárbaro, mediante coaliciones, mestizajes, migraciones, y agrupaciones que acaban de dibujar el mapa de las gentes que se habrían de repartir el mundo latino: los caucos cambian su nombre por el de sajones, varias tribus del interior de la actual Alemania se unen bajo el nombre de alamanes, y justo a su lado lo mismo ocurre con los francos, y los turingios suceden a los hermunduros. Esta evolución concluye en el siglo V, con la formación de los bávaros, la desaparición de las tribus de Jutlandia (cimbrios, harudes y teutones), y de Dinamarca (los hérulos), dando paso a los jutos (que junto a anglos y sajones se repartirían la Britania) y los daneses. Y para acabar de colorear este siniestro mapa, entran en juego los germanos del norte, desde finales del s. III, que piratean y rapiñan todo cuanto pueden en las costas atlánticas, britanas, galas e hispanas. Estos últimos son los antepasados directos de los vikingos.
Según los antiguos autores nos encontramos ante tres tipos de germanos: los esteparios (godos y aliados), los marinos (daneses, frisones y sajones), y los de los bosques (el resto, componentes en su mayoría de la actual Alemania). El contacto y mestizaje entre estos pueblos y los latinos refundaría toda Europa en lo que hoy conocemos como Medievo.
Hasta el año 375, el estado permanece relativamente intacto: hacía ya casi un siglo que el imperio había sido reconstituido por Diocleciano. Los romanos habían resistido y devuelto todas las acometidas importantes desde las últimas brechas abiertas en el limes, y las fronteras recorrían el trazado de mayor expansión territorial a excepción de la Dacia y las efímeras conquistas orientales de Trajano que llegaron hasta la actual Kuwait. Esta calma tensa se rompe cuando los hunos irrumpen desde la estepa situada al norte del Cáucaso.
Este pueblo ya había sido mencionado por Tolomeo en su Geografía en el año 172, cerca de los roxolanos y los bastarnos.
Los hunos presentaban una apariencia terrorífica (rapándose la cabeza y deformando sus cráneos) a la altura de algunas de sus costumbres, como la de matar a sus propios ancianos. Se sabe también que incineraban a sus muertos.
Irrumpen en la estepa póntica, donde se enfrentan a los poderosos godos, destruyendo el estado gótico del rey Ermanarico en la actual Ucrania en el 375, y toman contacto con las legiones imperiales en la Tracia en el 378. Tras estos golpes transcurren dos décadas en que disfrutan los beneficios de sus conquistas, ocupando también la Dacia y la cuenca panónica, y establecen con los reyes Uldín y Mundzuk un imperio que comprendería las tierras que van desde los Alpes orientales hasta el Mar Negro. Por su parte unas tribus del mismo pueblo (los hunos blancos o heftalitas) entran en Irán, se instalan en Bactriana y Sogdiana en el siguiente siglo y toman el noroeste de la India, donde permanecerían hasta el año 650.
Los germanos que temen a los hunos, se alejan de ellos o incluso prefieren compartir su destino aliándose antes que enfrentarse a ellos. Todos los que no se integran en sus tribus prefieren arriesgarse a atravesar el limes que encontrarse con los demonios de Oriente. Tras estos importantes cambios geoestratégicos irían apareciendo por Europa, tras los espacios vacíos dejados por los hunos, otras tribus de origen turco: los sabiros (que procedentes de Siberia guerrearían en el Cáucaso durante los siglos V y VI contra los bizantinos), los ugros (que procedentes del río Ural contribuirían al posterior nacimiento de Bulgaria y Hungría, tras sus incursiones en los Balcanes), los paleoturcos (que establecerían relaciones con Bizancio tras instalarse detrás del río Volga), y los ávaros (que serían protagonistas durante más de tres siglos de encarnizados enfrentamientos con los romanos orientales). A partir de siglos posteriores aparecerían los jázaros, magiares (ugrofineses), pechenegos, cumanos, y mongoles. A excepción de estos últimos y de los magiares, la mayoría pertenecían a oleadas étnicamente turcas, pero esto corresponde a la Edad Media y a la semilla del fin de Bizancio a manos de los turcos selyúcidas, que sabrían unir este abanico de tribus étnica y culturalmente cercanas entre sí.
Antes de las inminentes guerras de Roma contra el resto del mundo conocido, que sumirían a los latinos en una percepción apocalíptica del fin de los tiempos y que proporcionaría una base fundamental para comprender el éxito de la expansión del cristianismo, se deben destacar unas pinceladas de las reformas militares, conocidas a través de un conjunto de notas dispares en la Nottitia Dignitatum.
A partir del siglo IV se optó por un conjunto de ejércitos móviles de campaña para intervenir en aquellos puntos amenazados. Estas tropas de élite mejor adiestradas, armadas y pagadas, la conformaron las conocidas legiones comitatenses y las legiones palatinas.
Estas legiones fueron complementadas por tropas estáticas, conocidas como ripenses ó limitanei, situadas sistemáticamente tras las murallas y fortificaciones a lo largo del limes del Rin y del Danubio, y a lo largo de su equivalente costero en la Galia y Britania: el litus saxonicum.
Las zonas cercanas a los ejércitos de intervención fueron protegidas con bastante éxito, mientras que las que sólo disponían de efectivos estáticos, poco móviles y con reducidas tropas, cayeron una detrás de otra, como la Nórica.
Los ejércitos móviles triunfaron casi siempre que llegaron a tiempo, y algunos de ellos perduraron tras la deposición del último emperador occidental. El más importante de ellos probablemente fue el de la Galia, que sucesivamente fue incorporando elementos germánicos más o menos romanizados, pero siempre leales al ideal imperial, estaban bajo las órdenes de príncipes locales o jefes de milicia, destacando entre ellos: Flavio Aecio (el último gran general romano), el conde Paulo, Egidio y Siagrio. Este último mantuvo un reino plenamente romano en el corazón de la Galia durante los años posteriores a la caída del imperio, y rodeado de bárbaros sostuvo las águilas en épica y numantina resistencia, como último vestigio de una gloria no olvidada e irrenunciable.
Otro ejército estaba localizado en Britania (en torno a la legión VI Victrix), ocupado en contener el empuje de los belicosos pictos, nunca sometidos, y de los escotos, procedentes de Irlanda, que acabarían a su vez con los anteriores enemigos. Este ejército se retiró en el año 401 por Estilicón para servir en Italia. Otro de los importantes estaba en el norte de Italia, entre Milán y Rávena, a orillas del rio Isozo, bajo mando de Ricimero hasta el 472, luego de Orestes y finalmente del bárbaro Odoacro, que tras su rebelión daría el golpe de gracia a la institución imperial.
La entrada en escena de los hunos propició auténticas oleadas en masa que penetraron en el corazón del imperio y cuya atención hizo vulnerables las provincias más periféricas, como Britania, donde Constantino III se llevó en el 407 su ejército de campaña al continente. La situación era crítica… por no decir caótica.
Autor: Eduardo Ortiz Pardina