
La República se caracterizó, en sus inicios, por una serie de problemas internos derivados de la lucha de los plebeyos por mayores derechos políticos frente a la oligarquía senatorial, y por la presión exterior de sus vecinos: ecuos, volscos y sabinos principalmente. Poco a poco los plebeyos consiguieron sus objetivos, materializándose en la creación del Tribunado de la Plebe, y teóricamente podían acceder a los cargos más elevados, aunque en realidad sólo tenían acceso a ellos los más ricos.
A la vez que se conseguía un cierto equilibrio social, la expansión de Roma comenzó a asfixiar a sus vecinos, produciéndose conquistas en el Lacio con la asimilación de los territorios de la Liga Latina, y en el sur de Etruria con la victoria sobre Veyes (o Veii) en el año 396 a.C. tras 10 años de asedio. Era esta la ciudad etrusca más cercana a Roma y el enfrentamiento entre ambas duró más de tres siglos, desde los tiempos de Rómulo. Marco Furio Camilo, de ascendencia patricia, celebró un merecido triunfo y siguió en campaña contra los etruscos, esta vez más al norte: en Falerii, firmando finalmente la paz y dejando pasar un jugoso botín para sus tropas compuestas de plebeyos. Dentro del marco de enfrentamientos entre plebe y patricios, las cosas se complicaron para Camilo y terminó en el destierro.
Etruria colapsó: muy debilitada por el sur por los latinos, poco pudo hacer para contener a los galos del norte. Pocos años después (dependiendo de las fuentes en el año 390 o el 387 a .C.) el caudillo galo Breno, de la tribu de los senones, derrota a los romanos en la batalla de Alia, en el rio del mismo nombre, y saquea Roma a su antojo salvo la colina Capitolina que resiste mientras el resto de la ciudad busca refugio lejos de allí. Mientras se negocia un precio por la retirada de los galos (episodio famoso donde Breno pronuncia su «Vae Victis» o «ay del vencido», tras la queja de los romanos por medir el oro con pesos falsos) aparece Camilo con un ejército reorganizado, los derrota y los pone en fuga. Cuentan las leyendas que dijo: «Non auro, sed ferro, recuperanda est patria» o «No es con el oro, sino con el acero, con lo que será recuperada la patria». Aquí se ganó otro triunfo más. Años más tarde repelió otra invasión gala alcanzando un prestigio sin precedentes. Quizás fue la figura militar más importante de la República Arcaica, celebrando cuatro triunfos en total, siendo nombrado dictador cinco veces y tribuno con poderes de cónsul en seis.
Tras estos avances estratégicos, la política exterior romana se centró en seguir conteniendo la amenaza de invasiones galas (que tardarían un siglo en finalizar) y a firmar tratados con los samnitas y los cartagineses.
De todos modos no tardó en chocar con los samnitas, que fueron totalmente derrotados tras sucesivas guerras, y además, se logró una de las victorias más decisivas: Sentino (295 a.C.), donde derrotó a una coalición de sabinos, etruscos, umbros y galos.
Roma ya ostentaba el predominio militar en la península itálica, y comenzó la presión expansionista contra otros pueblos, como es el caso de Tarento (colonia griega al sur de la península), que pidió ayuda al rey de Epiro: Pirro, uno de los mejores militares de su tiempo, que derrotó a los romanos en varias ocasiones, pero con resultados de poca trascendencia (de él procede la expresión “victoria pírrica”), hasta que finalmente fue completamente derrotado en la gran batalla de Benevento.
Tal era la situación geopolítica que se proyectó tras estas sucesivas campañas: Roma, un pueblo de guerreros y hombres aguerridos dominaba plenamente toda la península italiana, sus legiones comenzaban a perfilarse como unas herramientas letales, cuyas innovaciones empezaban a dar sus frutos en los campos de batalla (tras el saqueo de Breno olvidaron el sistema de falanges griego e implantaron las disciplinadas líneas de velites, hastati, principes y triarii). Ya se podían vislumbrar pinceladas del potencial que en un futuro no muy lejano Escipión, Cayo Mario y Julio César iban a explotar. Por otro lado, la gran potencia del momento: Cartago, que dominaba completamente los mares, con una flota en esplendor y que sólo siglos más tarde podría Roma superar, un potencial económico sin parangón en la historia, con factorías tanto en el norte de África como en el sur de Iberia, y con posesiones estratégicas en numerosas islas. Unido a ello, unos conocimientos geográficos superiores a los de cualquier nación mediterránea y una capacidad económica para contratar ejércitos mercenarios de alta calidad (la mejor caballería: los númidas, y la mejor infantería del momento: las falanges macedónicas y los guerreros íberos), gobernados mayoritariamente, eso sí, por generales púnicos. Ante dos potencias tan expansivas y geográficamente cercanas, el conflicto por el control de Sicilia parecía ser la mera excusa para iniciar la contienda, y así fue: una de las confrontaciones a muerte más trascendentales de todos los tiempos, entre los dos mayores poderes hegemónicos del mundo conocido. Se inició un período de guerras: las guerras púnicas, obsesión y preocupación de cada ciudadano de ambas naciones.
La campaña más memorable de estas guerras pertenecen a las protagonizadas por el gran general cartaginés Aníbal Barca (247-183 a.C.), el cual provenía de la noble familia Bárcida. Ante su padre, Amílcar, juró odio eterno a los romanos, llegando a desatar la segunda guerra púnica. Fue proclamado general a los veintidós años y ocho después (219 a.C.) destruyó Sagunto que seguía fiel a Roma aún estando en territorio cartaginés (por el tratado del Ebro que dividía las tierras al norte de este río para los romanos y las del sur para los púnicos). Tras ocho meses de asedio forzó a Roma a declarar la guerra. Acto seguido, inició la legendaria empresa: cruzó el Ebro con su ejército de 55.000 infantes, 9.000 jinetes y 30 elefantes, compuesto básicamente de íberos, libios y un cuerpo reducido con lo mejor de Cartago. Cuando se dispuso a cruzar los Alpes en octubre, 3.000 soldados se negaron a seguirle y Aníbal libró del compromiso a otros 7.000 que albergaban razonables dudas. Tan sólo quería entre sus hombres a los más decididos y comprometidos con la causa. El considerado Napoleón de la Antigüedad quería llevar así la guerra a Italia atravesando las inhóspitas cumbres nevadas, algo que nadie había hecho hasta entonces, toda una genialidad estratégica, cuyos rumores pocos creían y en Roma producía carcajadas en las charlas de taberna. En su paso dividió el ejército, que padeció las inclemencias del frío y de las nieves, las dificultades para desplazar a los elefantes, y el hostigamiento constante de tribus celtas hostiles.
Con sus mermadas fuerzas tras el paso (sólo sobrevivieron 26.000 de sus hombres y un único elefante), venció a todas las legiones enviadas para interceptarle en su camino hacia la capital: al cónsul Escipión en el Ticino, al cónsul Sempronio en Trebia, al cónsul Flaminio en el lago Trasimeno donde aniquiló al ejército romano, pero ante todo se recordará la gran victoria de Cannas (216 a.C.) donde venció al cónsul Paulo Emilio matando a más de 60.000 romanos. Tras ello, tuvo a Roma a su merced, pero misteriosamente desestimó la ocupación, posiblemente en espera de refuerzos para consolidar la conquista. Estos refuerzos tardaron nueve años en llegar y fueron aniquilados antes de poder unirse a Aníbal, en la batalla de Metauro donde pereció al mando de esas tropas el joven hermano del general: Asdrúbal. Aún así, el cartaginés estuvo cinco años más vagando por Italia, forjando un mito de pavor en la cultura itálica (valga de ejemplo que el “coco” de los niños romanos fue durante siglos el caudillo Aníbal).
Con todo este tiempo proporcionado por la burócrata y miope oligarquía de Cartago (envidiosa de las hazañas del general y de la fuerza de su linaje), Roma pudo resucitar de sus cenizas, y otro gran general de la Antigüedad: Escipión el Africano (que más tarde fundaría la ciudad de Itálica en Hispania), llevó la guerra a África, después de atacar por sorpresa los territorios púnicos de la península ibérica, y con la caballería númida (esta vez en el bando romano) y un mejor aprovechamiento de las legiones, derrotó a Aníbal que había acudido desde Italia precipitadamente, en socorro de una Cartago que había sido poco previsora, en la decisiva batalla de Zama (202 a.C.). Se ha escrito que ambos generales se entrevistaron antes de la definitiva confrontación, en uno de esos escogidos momentos de la historia en que dos antagonistas de primer nivel pueden medir sus fuerzas mostrando reconocimiento y admiración mutua. Ganar la guerra salió caro: costó la vida a no menos de 300.000 romanos.
Tras esto, Aníbal huyó y sirvió como general a otras naciones enemigas de Roma hasta que, años después, acorralado por los romanos, cuya principal obsesión era destruir el mito, se envenenó antes de morir en sus manos. El destino quiso que muriese el mismo año en que lo hizo Escipión el Africano (183 a.C.). Curiosamente, al igual que Camilo, otro salvador de Roma padeció un ingrato destierro, en este caso hasta sus últimos días.
Tras las tres guerras púnicas, Roma anexionó a sus territorios Sicilia, Cerdeña, Italia hasta los Alpes, gran parte de la península ibérica y de Iliria (hasta los Balcanes) y el África cartaginés. La ambición no se quedó ahí y prosiguió la expansión durante todo del siglo II a.C. sometiendo como provincias romanas a multitud de tierras mediterráneas: Hispania, Galia narbonense, Macedonia, parte de Asia Menor, Grecia y el norte de África hasta Egipto. Durante este siglo se destruyeron: Corinto (una de las últimas grandes urbes plenamente helénicas), Cartago (146 a.C., en la tercera guerra púnica) y la legendaria Numancia de los celtíberos (133 a.C., último núcleo de dura resistencia en Hispania). Cartago y Numancia cayeron en manos de tropas dirigidas por otro Escipión, nieto de E. el Africano (el cual había sido a su vez sobrino del Escipión derrotado en el Ticino por Aníbal), y que ante el espectáculo de Cartago en llamas, que años atrás había sido el centro del mundo conocido, profetizó la caída de Roma, la ciudad eterna, argumentando que no hay nada imperecedero.
El contacto con las culturas griegas y orientales, a la vez que el dominio de las rutas comerciales por mar, empezaron a modificar las antiguas costumbres, que el tradicionalista Catón el Censor (excombatiente contra Aníbal y que también luchó ferozmente contra la corrupción), no pudo salvar en su forma original. Por otro lado, la estructura administrativa y política de la nación se había quedado obsoleta para un territorio tan amplio y aparecieron tensiones y conflictos en el mundo agrícola.
Todo ello provocó una crisis en todos los sentidos, incluido el militar, ya que la base de las legiones era hasta entonces la población rural, libre y de ciudadanía romana (tres requisitos que cada vez reunían menos en un territorio cada vez mayor). La crisis desembocó en infructuosos intentos de reforma agraria, que chocaban con los intereses de los adinerados latifundistas, y con una reforma del ejército, que pasó a ser profesional y, por tanto, formado por voluntarios que fidelizaban profundamente con sus líderes. Este hecho sería caldo de cultivo para inminentes guerras civiles.
Es en este periodo, donde aparece una de las grandes figuras de la historia de la República: Cayo Mario (157 a.C.–86 a.C.), que con un ejército de voluntarios derrotó a Yugurta (rey de Numidia) en el 105 a.C. y después, en el 102 y 101 a.C. a cimbrios y teutones, en las batallas de Aquae Sextiae y Vercellae, vengando así a las legiones que habían sido aniquiladas en Orange (105 a.C.) en la provincia gala. Su apoyo a las causas de la plebe sembró la enemistad con Sila, que recibió el apoyo de la nobleza en bloque, y con el que tuvo una de las principales confrontaciones civiles de la historia romana (junto a las protagonizadas por Pompeyo y Julio César, o bien Octavio Augusto y Marco Antonio).
Mario y Sila poseían dos personalidades contrapuestas: el primero era un soldado brillante, brutal, impulsivo e ingenioso; el segundo era inteligente, valiente, astuto y cruel, además de tener alto ascendiente sobre sus tropas. Tales ingredientes enfrentados devastaron el país tras múltiples avatares, a la vez que se libraba una guerra exterior contra Mitrídates (rey del Ponto, un genio medio griego y medio bárbaro, con una flota y un ejército impresionantes, y que aspiraba dominar Grecia y Oriente), el cual exterminó a los romanos de Asia, y penetró en Grecia ocupando Atenas (88 a.C.). El encargado de expulsar a Mitrídates de Grecia fue Lucio Cornelio Sila, que frenó las aspiraciones del enemigo y raudo y veloz retornó a la capital para dedicarse al conflicto interno. El saldo de esta nefasta época fue de casi 200.000 víctimas romanas (una cifra muy importante para la población de aquel entonces).
Cuando Cayo Mario y sus partidarios dominaban la situación, éste murió repentinamente, dejando Italia al cónsul Cinna (aliado y futuro suegro de Julio César) y a su hijo adoptivo. Sila retomó así la iniciativa, acabando con sus enemigos e instaurando un régimen dictatorial que se asemejaba al antiguo régimen aristocrático. Finalmente, por causas poco claras se retiró a la vida privada y al año siguiente falleció (79 a.C.).
Cayo Mario, que se casó con Julia (mujer de alta alcurnia y futura tía de Julio César), fue nombrado cónsul siete veces, muriendo al poco de recibir el séptimo nombramiento, y fue saludado como el tercer fundador de Roma (tras Rómulo y Camilo). Su mayor aportación, a parte de los triunfos frente a númidas y germanos, fue su reforma militar (que heredó el genio de genios, para desgracia de los galos, Julio César): legiones abiertas a los ciudadanos (proletarii), mejoradas en armamento y organización, las dividió en 10 cohortes, cada una de las cuales a su vez en 3 manípulos y cada manípulo en 2 centurias (gobernadas cada una de ellas por un centurión, punto de referencia para sus hombres). Las centurias podían oscilar de 80 a 100 hombres, dando una cifra teórica para una legión estándar de entre 4.800 y 6.000 soldados. Sin ningún género de dudas, el mejor ejército de la antigüedad. Tras esta época de conflictos internos aparecieron grandes cambios sociopolíticos, y Pompeyo, otra figura culmen de la República, empezó su meteórica carrera.
Aparecieron dos importantes rebeliones: en Hispania, Sertorio encabezando una revuelta de los celtíberos trató de mejorar las condiciones de las provincias romanas y equipararlas en privilegios a los itálicos, pero fue aplastado. Por otro lado, en Italia, Espartaco lideró la legendaria rebelión de esclavos, que también se atajó con gran dureza. Tras esto, Pompeyo, que intervino decisivamente en ambos conflictos, continuó la guerra en Oriente contra Mitrídates, pasando esta vez a la ofensiva y derrotándolo en la famosa batalla de Nicópolis, y además sometió como provincias romanas a toda la Asia Menor, Siria y Palestina, a las que organizó administrativamente.
Poco después apareció un triunvirato para la historia formado por: Craso (rico entre ricos), Pompeyo (enfrentado a la nobleza pero laureado por sus campañas en Oriente y en el mar contra los piratas cilicios) y Julio César (que también estaba siendo laureado por sus épicas campañas en las Galias, llegando a derrotar al mítico caudillo galo Vercingetórix, así como en sus incursiones en las bárbaras y desconocidas tierras de germanos y britanos).
Craso murió en la campaña contra los partos en Carras ó Carrhae, y el triunvirato se deshizo, dejando en el panorama a dos hombres con una popularidad y gloria militar máximas. Pompeyo aprovechó para venderse a la nobleza y apartar de su camino al único rival posible hacia el poder, invitando a Julio César a ceder el mando de sus legiones, a lo que este respondió cruzando el Rubicón (pequeño rio del norte itálico y símbolo fronterizo de la época) con la legendaria y temida décima legión al frente. Sus soldados estaban invictos en 10 años de campañas continuas en inferioridad numérica y condiciones adversas y su lealtad hacia César era incuestionable estando dispuestos y con fe ciega en su líder para combatir en otra guerra en desventaja frente al poderoso y reputado Pompeyo.
Las campañas protagonizadas por la décima legión y sus aliadas fueron imparables, culminando en la decisiva batalla de Farsalia en el año 48 a.C., en tierras griegas, donde César derrotó a Pompeyo en unas condiciones a priori ampliamente desfavorables: contaba con la mitad de legionarios que su adversario, casi sin caballería, en terreno ascendente para él, encajonado entre un río y las montañas, y con Labieno (brillante general a su servicio en la guerra de las Galias) en el bando pompeyano. El gran Julio acababa de asegurarse un puesto de honor en los altares de la gloria y se lo había arrebatado a Pompeyo en unas pocas horas. Este último logró huir y acabó asesinado en tierras africanas.
Julio César comenzó entonces a planificar una refundación del estado, instaurando, de facto, el Imperio, autoproclamándose su gobernante y utilizando ese cargo para mejorar en todos los sentidos el funcionamiento y el bienestar de ese sueño que era Roma, ese sueño imparable de civilización, paz interior, riqueza, prosperidad y cultura. Llegó a planear un ataque por la espalda a la inhóspita y desconocida Germania para cortar de raíz las incursiones de los bárbaros y asegurar para siempre las fronteras del norte, rodeando por el Este el mar Negro (planes que de haber tenido tiempo de llevar a cabo, habrían cambiado drásticamente la historia de Europa y del mundo), pero al año de ostentar el título que en un futuro inminente se conocería como imperator (en ese momento llamado dictator) fue asesinado vilmente en pleno Senado (conjura capitaneada por Bruto y Casio) en el tristemente recordado idus de marzo del 44 a.C., recibiendo decenas de puñaladas con una gran dignidad hasta el último aliento, tal y como nos lo relatan los autores clásicos. Curiosamente otro Bruto sería protagonista en la transición de un sistema político a otro.
El pueblo romano ante la pública lectura del generoso testamento de César con la plebe y de sus hazañas bélicas clamó venganza. Los conjuradores fueron perseguidos y no tuvieron refugio en la ciudad eterna. Una pira funeraria ardió con Julio y lo mejor de Roma que fue ofrecido por sus ciudadanos en honor y señal de respeto hacia el más grande hombre que había dado su país (el lugar donde este hecho acaeció aún se conserva y puede ser visitado en Roma).
Era inevitable. Se abrió un nuevo período de guerras civiles, donde los asesinos y sus partidarios fueron definitivamente derrotados en la batalla de Filippos (42 a.C.) por unas legiones compuestas en parte por veteranos legionarios de César y dirigidas por Octavio (hijo adoptivo de Julio César) y Marco Antonio.
La paz no llegó con esta victoria, ya que Octavio, que reunía las fuerzas del imperio occidental, y Marco Antonio (ligado a la reina egipcia Cleopatra) que reunía las fuerzas del oriente helénico, se enzarzaron en otra contienda personal por el poder, dando lugar a la victoria de Octavio en la colosal batalla naval de Accio ó Actium (31 a.C.). El vencedor asumió el sobrenombre de Augusto (el que supera a todos por competencia y prestigio).
Octavio Augusto conservó exteriormente las formas republicanas, gobernando con la teórica tutela del Senado, pero concentró en su persona casi todo el poder, y se convirtió en el primer emperador real de Roma (con el permiso del año de suspiro regente de Julio César).
Autor: Eduardo Ortiz Pardina