
<<La pálida muerte lo mismo llama a las cabañas de los humildes que a las torres de los reyes>>
<<Los valientes pueden ser derrotados, pero nunca rendirse>>
Proverbio latino
Hasta el 378 todo intento de establecimiento había sido repelido, pero ese año se libró una batalla decisiva en Adrianópolis: por última vez las legiones romanas alinearon sus tropas de infantería a la vieja usanza. Aunque más germanizadas que sus predecesoras, sus tácticas no diferían mucho de los gloriosos ejércitos de sus antiguos héroes, basados sobre todo en la fuerza y disciplina de la mejor infantería del mundo. Los romanos presentaron, según estimaciones modernas, no menos de setenta mil soldados, incluyendo las legiones de élite palatinas y comitatenses, con sus unidades de caballería respectivas también de élite y un contingente auxiliar bátavo, famoso por su dureza.
Roma quiso repeler la entrada en masa de los godos del rey Fritigerno, que era el pueblo más numeroso y poderoso de todos los invasores, que estaba asolando Tracia. Este pueblo se vio empujado desde la Dacia (donde estaban asentados desde hacía años) por el cruce del rio Volga por parte de los hunos.
Los líderes romanos creían acertadamente que una clara victoria podría remontar la grave crisis, al menos empujando a otros pueblos a las dudas, pero la derrota obtenida, con la pérdida de las dos terceras partes de la infantería y gran parte de la caballería, causó el efecto contrario: fue una invitación en toda regla.
Tal importancia tuvo y se le concedió a esta batalla, que el mismísimo emperador Flavio Valente intervino en ella. Era esta una época de contemporaneidad de emperadores, y Valente llevaba catorce años gobernando desde Antioquía como coemperador en el este. Había derrotado ya dos veces a los godos en los años 367 y 369, y también a los persas en Mesopotamia aunque tuvo que devolver territorio y retirarse. Quería volver a derrotar a los godos y llevarse la gloria para él. Según narra Amiano, un oficial superviviente del desastre que sirvió a tres emperadores distintos, Valente era celoso de los éxitos de su general Sebastiano, que con la selecta vanguardia había arrasado a grupos de saqueadores y había recuperado cuantioso botín. También era celoso de su sobrino Graciano, sucesor de Valentiniano en el oeste desde el 375 y que venía con parte de sus tropas a marchas forzadas desde el Rin tras derrotar repetidas veces a los alamanes, atendiendo así la llamada de socorro de Valente para realizar una ofensiva conjunta.
Un poco quizás por sentirse en superioridad numérica (los exploradores calcularon diez mil soldados enemigos cuando en realidad eran al menos cinco veces más y estaban situados en una elevación estratégica) y un poco quizás por culpa de este egoísmo personalista, cometió el grave error de no esperar al ejército de Graciano que se acercaba ya a pocas jornadas de distancia, queriéndose llevar toda la gloria para sí mismo, y sin esperar siquiera a que sus legiones descansaran tras ocho horas de marcha.
Ese día se iba a jubilar tácticamente y para siempre el mejor ejército de la historia. Los legionarios, desde hacía siglos, sabían que sus enemigos podían ser superiores en número y que conocían su forma de actuar, pero tenían fe en su superioridad militar aunque sus adversarios utilizasen en masa la caballería como fue el caso en Adrianópolis. Una cadena de malas decisiones desde el cuartel general de Valente y desde algunas líneas de su ejército que se sentían victoriosas antes de desenfundar la espada propiciaron el desenlace catastrófico: más de cuarenta mil legionarios aniquilados (la flor y nata del Imperio con oficiales y emperador incluidos) tras muchas horas de encarnizado combate. Las catástrofes de Alia contra los galos de Breno, Cannas contra los cartagineses de Aníbal, Carras contra los partos de Surena o quizás Teutoburgo contra los queruscos de Arminio, podrían estar a la altura de semejante derrota. Tras esta sangrienta victoria los godos entraron a sus anchas y las demás tribus ya no pudieron ser contenidas como antaño.
A partir de este momento, la herida de muerte estaba hecha, pero los últimos coletazos del moribundo durarían un siglo más en Occidente. Los romanos, debilitados militarmente hasta el extremo, optaron más por el ingenio político que por las armas: otorgaron el estatuto de federados a pueblos que acataran el poder imperial mediante foedus, reinasen bajo su derecho y proporcionasen auxilio militar, buscaron alianzas sangrantes para el tesoro imperial con otros pueblos para contener las constantes incursiones bárbaras, establecieron la sede imperial en Rávena que era mejor defendible (mientras que desde la ciudad eterna, un Senado corrupto y una Iglesia poco implicada en el ideal político romano, pactaban con quien fuera para mantener sus privilegios, acrecentar sus riquezas y sobrevivir a lo inevitable). Finalmente, el hispano Teodosio creyó conveniente la división definitiva del imperio tras su muerte, lo que derivó en un Oriente más rico y fuerte que empujaba una y otra vez a hordas bárbaras de todo tipo hacia un Occidente, que Estilicón y Aecio principalmente, trataron de contener continuamente.
Por otro lado, el embrión de los caballeros medievales nació en la agonía romana: se crearon cuerpos reducidos de caballería de élite. Especial mención merecen los caballeros clibanarios del siglo IV, que portaban espesas corazas, tanto ellos como sus caballos, y cubrían sus cabezas con cascos que tapaban su cara. Más tarde aparecen caballos acorazados con láminas metálicas, los jinetes portan grandes escudos ovalados, largas lanzas y espadas de inspiración germánica. Una innovación militar tardía cuyos frutos los recogerían las naciones nacidas tras la caída de Roma, y que de haberse generalizado antes de la catástrofe de Adrianópolis podría haber cambiado el destino de Occidente.
Las irrupciones iniciales de esta vertiginosa fase de decadencia fueron tratadas con maestría por Estilicón, que reconquistaba todas las tierras que encontraba a su paso, aunque él mismo tuvo que desguarnecer la frontera danubiana entre los años 395-398. Por otro lado, la parte inferior del limes renano, en la Galia, probablemente no se reconstruyó tras las brechas del siglo III, y la línea que la sustituyó a través de Colonia, Bavay y Bolonia fue abandonada en tiempos de Graciano. En el resto del limes se perdió toda cohesión defensiva tras el paso del Rin con los alanos al frente en el 406 (el otro desastre junto a Adrianópolis) y el limes situado en la Suiza actual fue desguarnecido en el 401.
Los castella resistieron durante muchos años como ciudades fortificadas en medio de la devastación que los rodeaba. Las gentes se refugiaban en las ciudades y se defendían como podían en espera de refuerzos que muchas veces nunca llegaban. De todos modos, la herencia de la romanización permaneció intacta en esta primera oleada y los romanos se defendieron hasta el 440 en Panonia y hasta el 475 en Nórica, hasta que se produjo la definitiva evacuación general en el 488, años después de la deposición de Rómulo Augústulo, el último emperador occidental.
Entramos en la recta final: los hunos con el rey Uldín al frente quisieron establecerse en Tracia y Mesia, en el Imperio de Oriente allá por el 408. Tras esto, entra en escena Flavio Aecio, que en su juventud aparece como rehén de los hunos. En esta experiencia aprendió costumbres y tácticas, llegando con el tiempo a cobrar su libertad y a hacer una brillante carrera militar. Cuando poco era lo que se podía hacer él lo hizo, y de los lazos de amistad de su juventud cosechó la alianza de los hunos para hacer frente a los visigodos (427), a los francos (428) y a los burgundios (430). A cambio les concedió el derecho de asentarse como federados en la Panonia, culminando así casi medio siglo de entendimiento.
En este nuevo asentamiento que comprendería aproximadamente las actuales Rumanía y Hungría (entre 425 y 434) forman un estado los reyes Mundzich y Rúa (padre y tío de Atila respectivamente) compuesto de hunos, germanos y algunos romanos, como el jefe de las oficinas del rey: Orestes, que paradójicamente llegaría a ser el último general al mando de ejércitos imperiales en Occidente y padre del último emperador.
Transcurrido un tiempo se alza con el poder Atila, manteniendo una amistad aparentemente sólida con un Occidente regido en la práctica por Aecio, del cual recibe la Panonia Occidental en el 439. Pero todo lo dado parecía ser insuficiente.
Cuando los burócratas del Imperio creían que la situación se podría reconducir de nuevo y, poco a poco, se podría recuperar el esplendor perdido, Atila, sin más motivo aparente que el ansia de conquista, levanta en armas al pueblo más temido, que no había empezado siquiera a romanizarse, con la misión de dominar el mundo entero.
En el 447 llega hasta las legendarias Termópilas a través de Macedonia, y se dispone a conquistar toda la civilización occidental con el ataque a la Galia en el 451, llevando consigo un ejército grandioso compuesto también de varios aliados germánicos que están de su lado. Flagellum Dei.
El astuto y envejecido Aecio reúne todo lo que le queda al Imperio capaz de sostener una espada, lo adiestra apresuradamente y lo mezcla con los pocos soldados romanos profesionales que quedan, consigue la alianza de los visigodos, que con su rey Teodorico al frente, defienden la federación que tan beneficiosa estaba siendo para su pueblo instalado entre Hispania y la Galia, comprendiendo que su propia supervivencia dependía del resultado de la contienda. Los aliados romano-germánicos con Aecio y Teodorico al mando atrapan a Atila en la Champaña el 21 de junio de 451, en los campus mauriacus, los Montes Cataláunicos, la batalla crucial, la madre de todas las batallas.
El choque fue terrible y el frente de combate larguísimo y muy denso, llegándose a luchar sobre montañas de cadáveres, según nos narran en las escasas fuentes que nos han llegado. Teodorico perdió la vida atacando heroicamente con sus soldados más próximos una brecha en el frente que hacía peligrar el triunfo (tal y como hiciese Aníbal con sus íberos en Cannas). Si hacemos caso de los textos que narran la confrontación, estamos ante la batalla más grande jamás librada, se habla de ríos de sangre y varios centenares de miles de cadáveres esparcidos por el campo.
Finalmente Aecio logró la victoria más importante de la historia de Roma, preservando la cultura de sus ancestros para los milenios venideros. Luego persiguió los restos del ejército huno a cierta distancia hasta que se retiraron definitivamente hacia la Panonia.
Al año siguiente Atila reunió un nuevo y colosal ejército. Esta vez cogiendo por sorpresa a las tropas disminuidas y disgregadas de los romanos y aliados, que ni se imaginaban un regreso tan rápido, y su avance, esta vez hacia Roma, era imparable.
Cuando tan sólo le quedaba entrar en la ciudad con sus bárbaros para sembrar la destrucción, el papa León I salió a su encuentro. Nunca se supo de lo que hablaron (quizás algún archivo secreto del Vaticano contenga la verdad), pero sabemos que Atila se llevó consigo a Honoria (hermana del emperador Valentiniano III) y un tributo, posiblemente porque el emperador oriental, Marciano, estaba atacando el Danubio en su retaguardia. Poco después de regresar a sus tierras panónicas murió, en el 453.
Tras su muerte hubo una lucha por el poder entre sus hijos y su joven estado se desmembró, dejando libertad de movimientos para sus aliados: ostrogodos, gépidos, rugios, hérulos y esciros, los cuales abandonaron a sus antiguos señores.
Cuando los ciudadanos de Roma se recuperaron de estos años de terror, el mapa que se encontraron era desolador: el norte de África en poder de los vándalos de Genserico que habían sido expulsados de Hispania junto a los alanos por los visigodos, siempre leales a sus tratados con el Imperio desde que se federaron, pero que trasladaron el caos y la desmembración a las provincias africanas a excepción del ya oriental Egipto. En estas regiones los romanos fueron esclavizados, desterrados o destinados a las crueldades del circo, afición que resucitaron los autodenominados Rex Vandalorum et Alanorum, cuando ya hacía más de un siglo que había sido totalmente erradicada de la sociedad latina. Su reino fue efímero, y un siglo después, Belisario reconquistó todas sus tierras para la Nueva Roma de Justiniano: Bizancio.
El conde Belisario fue uno de los mejores generales de Roma, que no ha recibido todavía la suficiente fama y reconocimiento que sus hazañas merecieron. Además del norte de África reconquistó Sicilia, Italia, Iliria, el sur de Hispania (con ayuda de otro buen general: Narsés) y mantuvo a raya a persas al este y a hunos al norte de la capital bizantina cuando ésta pudo sucumbir ante sus imparables avances. Todo esto lo hizo viajando de un extremo a otro del Imperio Oriental durante toda su carrera militar, siempre con escasez de hombres y recursos, siempre en inferioridad numérica, siempre leal al emperador aunque este fuese celoso de su gloria, ingrato con sus servicios y tacaño en sus socorros. Belisario ideó un cuerpo de élite que fue el terror de sus enemigos en el siglo VI, probablemente la mejor caballería pesada de toda la Edad Media. Se trataba de una combinación letal de su propia invención, mezcla entre la caballería pesada de lanceros godos y la ligera de arqueros hunos. Jinetes que se protegían por entero de cotas de malla y que poseían un adiestramiento inigualable con lanza y arco, una adaptabilidad inmejorable, y unos ideales y una lealtad a su gran general sin parangón desde los tiempos de César. Además, por si esto fuera insuficiente, según Robert Graves, sus proezas individuales rivalizan con las de los héroes del rey Arturo.
Belisario fue algo más que una leyenda, fue un héroe romano, descendiente de exiliados de Occidente que soñó y casi logró la completa reconquista y reunificación del Imperio.
En Hispania los visigodos mantuvieron un floreciente reino que fundió en un único pueblo a la mayoría hispanorromana y a la minoría goda en un nuevo estado que se perpetuó tras la caída del 476. El reino hispanogodo perduró hasta la terrible llegada del Islam (711). Sus territorios comprendían toda la península ibérica (a excepción del reino suevo de Gallaecia), parte del sureste galo y buena parte de lo que es hoy el norte de Marruecos. Años después de la caída de Roma, el reino se redujo a la Península, tras derrotar a suevos y lidiar con presiones francas al norte y bizantinas al Sur, donde la población recibió encantada a las tropas reconquistadoras de Justiniano, confiada en la restauración del poder imperial en Occidente. De todos modos, el reino godo de Hispania fue positivo y el más sólido y avanzado de todos los reinos colindantes, merecedor de admiración para sus habitantes, como el legendario «loor» de San Isidoro, y creó la mayor parte de la simbología monárquica que heredaron las diversas casas reales europeas durante el resto del Medievo.
En Britania, los anglos y los sajones (aparte del nombre, por lo demás poco diferentes entre sí) fueron ganando terreno en las costas del sureste de la isla, lanzando oleadas migratorias desde las costas de la actual Dinamarca y sus alrededores.
En tiempos de Honorio aún había guarniciones pagadas con dinero procedente de Italia, pero a partir de su sucesor los romanobritanos se hallan solos ante la marea bárbara. Mantienen una especie de estado celtorromano que aún conserva sus decuriones y una frágil coalición de ciudades.
Cuando San Germán llega a la isla en el 429 ve el desastre: incursiones de pictos, escotos y anglosajones. La convicción de este santo guerrero que en el pasado había sido gobernador en la Galia, insufló ánimos y valor, reagrupó a los romanos abandonados de la isla y les entregó una gran victoria, la victoria del Aleluya, el día de Pascua. Cuando regresó 20 años después, la situación era aún peor: un caudillo celta llamado Vortigern lideraba una facción hostil a los obispos y permitía la entrada de más y más bárbaros mercenarios. Se levantaron una serie de fortalezas sajonas para evitar un hipotético desembarco de Aecio, que estaba ocupado con Atila, desoyendo las continuas peticiones de ayuda de los romanobritanos, y casi un tercio de la antigua provincia imperial cayó sin resistencia en manos bárbaras.
Es curioso que el mito artúrico sea una seña de identidad anglosajona, cuando las evidencias arqueológicas y los estudios recientes demuestran que era latino. Este mito se forjó entre los siglos V-VI, y seguramente tras algunas matanzas como la de Anderida (cerca de Pevensey) y una auténtica limpieza étnica de la isla, surgió un líder local, un rey quizás, el conocido por el pueblo como “último romano”, que unificó los restos nacionales romanobritanos y los condujo a la mítica y poco documentada victoria del Monte Badon (ó Mons Badonicus). Su líder fue Ambrosio Aureliano, el último romano. ¿El rey Arturo? probablemente, pero lo que está claro es que no tenía nada de inglés, al contrario, luchó contra ellos para defender la civilización latina.
De todos modos, a pesar de la brutalidad con que los bárbaros anglosajones trataron a los legítimos pobladores de Britania, mostraron reconocimiento y admiración por las obras arquitectónicas y las ciudades abandonadas de los romanos, refiriéndose a ellas como: eald enta geworc, es decir “la obra antigua de los gigantes” (así aparece en poemas escritos en inglés primitivo).
En la Galia, junto a los burgundios, los francos se consolidaban y derrotaron a los alamanes en la importante batalla de Tolbiacum. Por su parte, bastante antes, en el 456, Egidio, general de los ejércitos de intervención apostados cerca de Lutecia (París) ponía a su servicio a los francos para combatir a los visigodos. Su sucesor Paulo contra los sajones, y el hijo de Egidio: Siagrio, se convertía después en «rey de los romanos» manteniendo un reino romano independiente y aislado durante diez años tras la deposición del último emperador, hasta que en el 486 vencido por los francos de Clodoveo busca refugio en Tolosa, la capital visigoda de Alarico II. Éste lo entrega y el rey franco lo ajusticia sin piedad.
Y finalmente Italia. Estilicón había vencido en el 401 y 406 a visigodos y ostrogodos respectivamente, pero los primeros en el 408 llegaron a sitiar Roma y en el 410 la ocuparon, algo que no sucedía desde Breno en los inicios de la República, es decir, ocho siglos atrás.
La invulnerabilidad se quebró, y por si fuera poco, el caudillo Alarico secuestró a Gala Placidia, la hermosa hermana del emperador. Todo esto sucedía poco después del paso del Rin (vándalos, suevos, alanos) que supuso junto a Adrianópolis el principio del fin. Más tarde no se pudo evitar la entrada de ostrogodos y lombardos, y el ejército quedó por completo en manos de bárbaros.
Esto acabó cuando uno de ellos, Odoacro, se proclamó rey de Italia tras derrotar a Orestes en Pavía, luego se sacó de encima al joven emperador en un destierro con mísera pensión y envió las insignias imperiales a Bizancio proclamando al emperador oriental su voluntad de gobernar como lugarteniente suyo.
A pesar de todo, este rey se dedicó a romanizarse, manteniendo el Senado y la burocracia precedente, entablando relaciones de supuesta subordinación con Oriente y de amistad con los vecinos que eran ciertamente más poderosos que su reino: francos y visigodos.
En el siglo VI, tras la frágil reconquista de Italia por parte de Belisario, la última oleada germánica de esa época, acabó con los lombardos asolando la península itálica. El agujero que dejaron en la Panonia lo aprovecharon los ávaros (sucesores de los hunos), que también entrarían provisionalmente a través del limes danubiano, poco defendido por los bizantinos, que estaban enzarzados en la reconquista de Occidente y en la defensa de Oriente contra los Persas. A su vez, protobúlgaros y eslavos acabarían instalándose alrededor del Danubio, y los jázaros ocuparon su puesto en las estepas.
No queda mucho más que decir sobre nuestros antiguos del lado occidental. Así cayó la patria de nuestros antepasados, entre masacres, heroicidades y sin un suspiro de paz durante los siglos que rodean a la deposición del último emperador.
Autor: Eduardo Ortiz Pardina