Comida durante la caza. Mosaico de Villa de Tellaro. Sicilia
Comida durante la caza. Mosaico de la Villa de Tellaro. Sicilia

Se puede afirmar que la cultura romana y su cocina serían fruto de una conjunción de otras culturas, como la etrusca, la fenicia, la egipcia y, principalmente, la griega. Como en cualquier pueblo antiguo, su alimentación se basaba en la agricultura, ganadería y pesca.

Antes de que aparecieran en las mesas de los poderosos exóticas viandas procedentes de lugares tan dispares como Guinea (faisanes), Persia (gallos), India (pavos), Hispania (conejos), Ambracia (corzos), Calcedonia (atunes), Tarento (ostras y almejas), Ática (mejillones) o Dafne (tordos), los romanos no conocieron más que alimentos básicos que proporcionaba la tierra: cereales, legumbres, hortalizas, leche o huevos.

El alimento más común fue el puls durante más de 300 años. Se trataba de una especie de gachas de harina de trigo y otros cereales, a las que a veces se añadía manteca. Era un plato muy pobre, que en los tiempos de mayor abundancia, derivó hacia el puls iuliano, que contenía ostras hervidas, sesos y vino especiado. También fue común la polenta, hecha con harina de cebada.

La cocina romana de esta época era sana, pero frugal y monótona.

Reproducción de triclinios. Museo de Zaragoza
Reproducción de triclinios. Museo de Zaragoza

El alimento básico de la sociedad romana era el trigo. En tiempos de Julio César, unos 230.000 romanos se beneficiaban de los repartos de este cereal, con el que se hacía la harina y con esta el pan.

Otro alimento destacado era el vino, aunque la dificultad estribaba en la conservación, cuya ciencia estaba poco desarrollada. Como se agriaba con facilidad en las ánforas donde se almacenaba, se bebía con especias, y se servía caliente y aguado.

Los romanos cultivaban sus tierras trazando círculos concéntricos alrededor del casco urbano, situando los huertos y las viñas en el primer nivel, en el siguiente círculo se encontraban los campos de cereales y en el más alejado la ganadería, lo que suponía un abastecimiento constante de su principal fuente de alimentos: los vegetales, aceitunas, cebollas, higos y aceite que eran los ingredientes principales de su dieta, ya que la plebe no comía carne ni pan que estaba reservado a los soldados.

En las altas esferas esta dieta tan pobre cambia radicalmente. Les encanta el cerdo al que cebaban con higos y cerveza. Se comían todo, eran muy amantes de las vísceras, pero su parte preferida eran las ubres y las vulvas de las cerdas. Comían también corzos y jabalíes que eran muy apreciados, también conejos, aves y caracoles.

Eran expertos en la producción de embutidos y morcillas, que vendían en puestos ambulantes. También elaboraban quesos de cabra y oveja que cuajaban con brotes de higuera y metían en cestos de avellanos.

Los romanos amaban sobre todas las cosas el pescado, tenían piscifactorías cerca de la costa y cuidaban y alimentaban sus ejemplares con gran dedicación y esmero. Tenían igualmente criaderos de ostras (uno de los manjares favoritos) en el lago Lucrino.

Puede afirmarse que la revolución gastronómica llegó a finales del siglo III a.C. como consecuencia de la expansión territorial, y se pusieron de moda los platos fuertes y bien condimentados. Tan notable fue el cambio desde la austeridad al exceso que se legisló en el 95 a.C. la cantidad de alimentos que podían servirse en los banquetes (Ley Licinia).

Calles de Pompeya
Calles de Pompeya

CULTURA GASTRONÓMICA

Son dos los escritores que más y mejor constancia han dejado de la comida y de las tradiciones culinarias en la época romana:

-Marco Gavio Apicio, nacido el 25 a.C., autor del libro de recetas De re coquinaria libri decem (los 10 libros de cocina), que constituyó un manual de obligada referencia durante varios siglos y está considerado el primero en su género de la historia, al menos el primero en llegar hasta nosotros. Muchas de las recetas son romanas pero otras son de origen griego. Otras contienen palabras de origen desconocido y de raíces indoeuropeas, que podemos deducir provienen de los etruscos, cartagineses, sirios y egipcios. Esto unido a que recoge recetas desde el final de la República hasta la división del Imperio, nos permite considerar a esta obra como una gran recopilación de la gastronomía mediterránea antigua. Fue concebido como un manual práctico para el chef y como tal usaba ilustraciones, tecnicismos propios de su ámbito y trucos diversos.

Los  títulos, escritos en griego, de los 10 libros de Apicio, son los siguientes:

1.- EPIMELES. Reglas culinarias, remedios caseros. Especias.

2.- ARTOPUS. Estofados, picados, etc.

3.- CEPUROS. Hierbas que sirven para cocinar.

4.- PANDECTER. Generalidades de gastronomía.

5.- OSPRION. De las verduras.

6.- TROPHERTER. De las aves.

7.- POLYTELES. Excesos y exquisiteces.

8.- TETRAPUS. De los cuadrúpedos.

9.- THALASSA. Del mar.

10.- HALIEUS VEL HALIEUTICON. Del pescado y sus variedades.

Apicio fue considerado como un refinado conocedor y también como un gran despilfarrador. Se hizo famoso por sus extravagancias y gustos caros. Nos han llegado 478 recetas. Inventó el procedimiento de cebar a las truchas con higos secos, para engordar su hígado. Ateneo relata que fletó un barco para comprobar si las quisquillas de Libia eran tan grandes como se decía. Decepcionado, ni siquiera bajó a tierra. También se dice que su amor por la comida era tan grande que se suicidó con veneno por temor a morir de hambre algún día.

Petronio, denominado por el historiador Tácito como arbiter elegantiae ó árbitro de la elegancia, a quien tocó vivir en tiempos de Nerón. Su obra Satyricon (Satiricón), es la plasmación más objetiva de la vida romana en aquel tiempo. Se considera como el primer ejemplo de novela picaresca de la historia. El episodio más importante nos describe ampliamente un festín ridículo en casa de un liberto riquísimo: Trimalción.

Esta novela ha servido para que conozcamos exactamente cómo se disponía una mesa. El triclinium o comedor tiene una gran importancia en el Satiricón. Era una sala con tres lechos, en torno a una mesa de la que todos se servían. Los comensales se recostaban sobre el brazo izquierdo. En cada uno de los lechos se instalaban tres personas en sus respectivos lugares de derecha a izquierda.

Fruta y vino. Fresco de Pompeya
Fruta y vino. Fresco de Pompeya

Las casas romanas de los patricios y señores de la alta aristocracia poseían por lo menos dos triclinia (plural de triclinium), uno de verano y otro de invierno. La summa cena ó cena, constaba de 4 platos y era regada con vino abundante. Se terminaba con la secundae mensae ó postre, consistente en manjares condimentados secos para favorecer la bebida, que al final era muy copiosa.

La cena romana se desenvuelve dentro de una etiqueta formada por costumbres antiguas, tales como meditar sobre la muerte, ofrecer regalos y pequeñas sumas de dinero, libaciones a los dioses Lares, etc. Durante los postres se debatían temas filosóficos o literarios y se recitaban versos. Los invitados se perfumaban, se coronaban de flores, y cantaban.

Los romanos comían tres o cuatro veces al día: desayuno (ientaculum), almuerzo (prandium), merienda (merenda) y cena (cena). Esta última era la más importante. Se hacía en familia al final de la jornada. Uno de sus mayores placeres era una buena conversación en torno a la mesa.

De la cena diaria a base de lechugas, huevos duros, puerros, gachas y judías con tocino se pasaba a una sofisticada cena de convite con invitados dividida en tres partes:

1-El gustus o aperitivo, para abrir el apetito (melón, atún, trufas, ostras…).

2-La prima mesa (cabrito, pollo, jamón, marisco…) que era el plato fuerte.

3-La secunda mesa: los postres.

Los romanos tomaron de los griegos la costumbre de comer recostados sobre divanes, en una estancia denominada triclinium por los tres lectus (lechos) de hasta tres plazas: medius (centro), summus (derecha) e imus (izquierda), dejando libre uno de sus lados para acceder a ella y servir los alimentos. Los hombres siempre ocupaban los lugares más próximos a la presidencia y las mujeres los extremos más alejados.

Los invitados, antes de pasar al comedor, eran conducidos a un vestidor donde cambiaban su ropa de calle por otra mucho más cómoda y ligera (vestis cenatoria), generalmente de color blanco, sin adornos ni pliegues ni nudos, que pudieran interrumpir la circulación de esa corriente mágica que, según la voz de sus ancestros, recorría el universo y de la que todos ellos participaban durante el banquete. También por el mismo motivo cambiaban sus calzados de nudos por unas sandalias y se retiraban las pulseras y anillos. Cada invitado podía llevar consigo a un esclavo (servus ad pedes), que permanecía junto a él, normalmente sentado a sus pies, dispuesto en todo momento a atender a su señor.

Había mantel y servilleta (mappa), pero no tenedores. Como cubiertos utilizaban cucharillas y cazos para servir. Los alimentos sólidos se servían troceados, tomando los comensales las porciones con la punta de los dedos. Luego se lavaban las manos en cuencos y jarras que los esclavos les acercaban. La vajilla de mesa consistía fundamentalmente en platos, fuentes para servir, copas, vasos, y tampoco faltaban el salero, la aceitera y la vinagrera.

Taberna de Pompeya
Taberna de Pompeya

ALIMENTACIÓN DE LAS CLASES POBRES

Casi estaba reducida a una papilla de harina, un trozo de pescado salado y fruta de mala calidad, casi siempre un puñado de higos secos o frescos en la estación correspondiente. Esta parca alimentación se complementaba a veces con algunas legumbres u hortalizas cocidas, sobre todo col. También se tomaban con frecuencia ortigas, castañas, acelgas, todo ello en forma de potajes.

ALIMENTACIÓN DE LAS CLASES PODEROSAS

Era totalmente distinta. Se comía mucho, con tal exceso que hoy resultaría repugnante, y la moderación en la bebida sencillamente no existía. Los maestros cocineros rivalizaban en presentar numerosos platos a cual más rebuscado y caro, tanto que muchas veces no era posible adivinar qué manjar se ocultaba bajo la apariencia de otro.

Las enormes sumas que se supone gastaron en algunos banquetes  no se invertían íntegramente en la comida sino también en la preparación y decoración de los locales.

En un banquete ofrecido por uno de los amigos de Nerón solamente las rosas costaron más de cuatro millones de sestercios.

Los vomitivos que entonces se usaban después de las comidas copiosas, no pueden considerarse como una prueba de incontinencia y glotonería, se consideraban entonces como un recurso dietético. Sin embargo es posible que algunos glotones, como escribe Séneca “vomitaban para comer y comían para vomitar”, pues no querían ni siquiera perder el tiempo en digerir los alimentos traídos para ellos desde las partes más alejadas del imperio. Cuando se sentían ahítos podían usar una pluma de pavo hasta la garganta para vomitar a fondo. Tras esto se podían enjuagar la garganta con vino y podían seguir disfrutando de los manjares.

En cuanto a los modales hay que destacar algunas curiosidades: eructar estaba bien considerado, y según un edicto del emperador Claudio, los invitados tenían autorización para expulsar sus gases intestinales.

Mosaico representando un banquete
Mosaico representando un banquete

EL GARUM

Una mención aparte merece esta salsa, que se elaboraba con pescado macerado en sal. A pesar de opiniones como la de Plinio el Viejo, que lo definía como pescado podrido, fue el condimento por excelencia de la cocina romana durante siglos.

Se sabe que salaban los peces sin eviscerar (sin sacar las vísceras) durante dos meses, aderezándolos con no menos de 16 especias diferentes, provocando un sabor agradable y potente.

En Hispania existió una importante industria productora de garo o garum, con factorías destacadas en Cartagena, Murcia y Baelo Claudia.

Autor: Valentín Ortiz Juez

Colaborador: Eduardo Ortiz Pardina